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Al poco tiempo de comenzar un curso de guitarra en la Academia de Música, ya me había fijado en Clara. Tenía una voz dulce, melodiosa, y un carisma irresistible.

Ella había comenzado el año anterior así es que, aunque teníamos la misma edad, hacía gala de su experiencia cuando, luego de la clase, se quedaba unos minutos más conmigo dándome consejos y ayudándome a mejorar. Yo me dejaba llevar, flotando, cuando me explicaba cómo colocar los dedos para conseguir un acorde.

Sabía de música, no es sólo que tocara bien la guitarra. Tomaba clases de canto en otro instituto y le apasionaba el jazz. Siempre supo que se dedicaría a la música, aseguraba, y a veces me contaba sobre los discos clásicos que desde muy pequeña escuchaba con su mamá. Me recomendaba viejas canciones que yo buscaba en Youtube al llegar a casa.

Por supuesto, me fui enamorando de ella. 

Comencé a imponerme rigurosas prácticas los fines de semana con el fin de sorprenderla con mis progresos en la clase siguiente. La miraba de reojo cuando me escuchaba tocar, y sus ojitos, un poco achinados, se volvieron mi amuleto para no errar una nota. 

Comenzamos a quedar para practicar juntos fuera de clases, con el pretexto de que se acercaba la muestra de fin de curso a la que acudirían familiares y amigos de los estudiantes de la Academia.

Cierto día, mientras guardábamos las guitarras al finalizar la práctica, me dijo que el sábado próximo sería su cumpleaños y que esperaba verme en la pequeña reunión que iba a hacer en su casa. 

— Serán seis o siete amigos solamente, de mi escuela y del instituto de canto. Habrá pizzas y gaseosas —me dijo—. Les he hablado mucho de vos, ya es hora de que te conozcan. —Me saludó como siempre y bajó las escaleras hacia la calle.

Quedé atontado por un instante, pero apenas me recuperé de la sorpresa de su invitación, decidí que debía comprarle un regalo especial. Recordé que unas semanas atrás había dicho que le gustaba la remera expuesta en una vidriera frente a la que pasamos.

Como me daba cierto pudor entrar a una tienda de ropa de chicas, al día siguiente le pedí a mi amigo Martín que me acompañe a comprar el regalo. Martín se mostró interesado porque sabía que Clara me gustaba. Se lo había confesado hace meses, junto a la frustración de no saber cómo decírselo. Mi amigo me animaba a ser directo, a invitarla a salir o algo así, pero yo me sabía incapaz de dar el primer paso y consolaba mi corazón contrariado escuchando las canciones clásicas que a ella le gustaban.

— Voy a usar el dinero que ahorré para el pedal —dije a mi amigo—, no lo necesito realmente y puedo volver a juntarlo, o convencer a mi mamá para que me lo compre, ahora que mejoré las notas.

A la salida de educación física caminamos rumbo a la tienda, especulando sobre si después del cumpleaños me atrevería a hablar de una vez con la chica que me había abierto el mundo de la música de verdad, según ella.

La remera que le gustaba a Clara ya no estaba en la vidriera, así es que expliqué lo que buscaba, lo mejor que pude, a una vendedora que entendió y rebuscó en una parva de remeras hasta dar con la indicada.

— Es esta —sonrió triunfante. Y lo era.

Yo asentí con la cabeza antes de preguntarle si la tenían en un talle más grande. La vendedora volvió a la pila de remeras y rebuscó nuevamente.

— Acá tenés —me dijo desplegando la prenda y apoyándola sobre su propio pecho para que yo pudiera ver cuán ancha era—. Una L. Mirá, es mucho más grande que esta que llevo puesta, que es de la misma marca.

— Más grande tendría que ser. Por favor, enseñame la más grande que tengas —repuse mientras advertía que Martín me picaba en el hombro con un dedo.

— ¿Pero cuánto pesa tu Clarita? —me dijo al oído entre risas.

Sentí que la sangre se me amontonaba en las mejillas. Un calor me subió por el cuerpo, desde los talones, haciéndome sudar por todos los poros.

— Shhhh… —me salió decir, a la vez que le miraba tratando de entender la gracia—. No me hagás pasar vergüenza delante de la chica que atiende.

La vendedora volvió hacia nosotros desplegando una nueva prenda, para colocarla sobre el mostrador junto al que esperábamos Martín y yo.

— XL —señaló la joven—, es la más grande que viene.

Para entonces Martín ya estaba deshecho en risas sin ningún disimulo, y a mí comenzaba a faltarme el aire.

Lo tomé del brazo y salí de la tienda lo más deprisa que pude, sin saludar ni dar ninguna explicación a la vendedora. Ya en la vereda, solté el brazo de mi amigo y comencé a caminar, decidido, en dirección a mi casa.

— ¿Pero qué te pasa? —gritó Martín, trotando para alcanzarme.

— Sos un idiota. Dejame solo.

— Así que la famosa Clara es una gorda —dijo mientras se esforzaba por caminar a mi lado y presa aún de la gracia que esa constatación le causaba. 

Me detuve en seco y me di cuenta que en ese instante lo odiaba, que había sido un error contarle sobre Clara, pedirle que me acompañe. Era mi mejor amigo desde la escuela primaria y siempre habíamos compartido todo. Sentía como si no fuera yo el que estaba parado frente a Martín. No me reconocía, ni lo reconocía a él.

A la mañana siguiente, al entrar en la escuela, me pareció percibir que algunos compañeros se tapaban la boca dejando escapar sonidos confusos a mi paso.

Lo que yo escuchaba
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